Tomás era loco manso, hacía meses que estaba internado en
ese sanatorio.
Pasaba todo el día con la mirada perdida y no hablaba con
los otros internos, compañeros de sala.Un día su comportamiento cambió por completo. Descubrió un agujerito, en el zócalo de la pared, justo frente a su cama y comenzó a tener alucinaciones.
A partir de entonces, se quedaba todo el día con la espalda pegada a la pared opuesta a la del agujero, la vista clavada en él, lleno de temor. Hasta dijo que por allí iban a venir a buscarlo.
Aquella tarde de invierno, Tomás lanzó un terrible alarido que llenó de espanto a los otros internos, que se fueron acercando entre la curiosidad y el miedo a ver aquello que él señalaba con fuertes gritos.
Por el pequeño agujero estaba entrando una llamita, que fue creciendo y creciendo.
El griterío de los internados al ver esto, llamó la atención del personal del sanatorio que corrió a la sala pero no pudieron entrar, porque el tropel de los locos huyendo, los llevó por delante. Solo Tomás permanecía dentro, estaba clavado a la pared por el terror.
La llama era algo etéreo, transparente, de color rosa con reflejos verdes y azulados, que creció agitándose hasta llenar toda la habitación. Y no era fuego, porque nada ardió a su paso implacable.
Llegó mas personal ahora con matafuegos que fueron innecesarios pues la llama desapareció tal como había aparecido, junto con Tomas y el agujerito de la pared.
Publicado por
Editorial Dunken
Bs. As. - mayo 2008
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